Vieron y no creyeron

que eras Hijo de Dios,

Tus palabras oyeron

mas la duda creció.

 

Esperaban un Dios omnipotente

que aplastara con su ira al oponente.

No pensaban que Tú encarnarías,

ni que como un cordero inocente,

por nosotros Te sacrificarías.

 

Leyendo Tus palabras

se mojan mis mejillas

cuando entiendo en silencio

lo que sentiste Tú,

cuando en un monte solo

te enfrentaste a la muerte

con tu alma acongojada

y llena de inquietud.

 

Hace ya dos milenios,

con angustia y tristeza

hablabas con Tu padre

alli en Getsemani.

Tu espíritu dispuesto

reconocía postrado

que la carne era débil

aunque Él estaba presto.

 

Le pediste a Tu Padre

que apartara ese caliz,

pero solo si ello

era Su voluntad.

Obediente y humilde

te sometiste entonces

ofreciéndole al mundo

un ejemplo inmortal.

 

Tus amigos dormidos

no pudieron velarte

mientras Tú le clamabas

al Padre celestial.

Ya no les reclamaste

pues los venció así el sueño

Los dejaste durmiendo

Para solo rezar.

 

Y así llegó la hora…

Y un beso traicionero

te entregó a Tí en los brazos

de aquellos fariseos

que, creyendo ser sabios,

no entendían las palabras…

Solo las repetían…

No sabiendo si quiera lo que hacían…

 

Cabe aquí la pregunta

del por qué de aquel beso.

Quién sabe si lo haría

solo por el dinero…

O pensando que así te obligaría

a actuar como él pensaba que el Hijo de Dios reaccionaría.

 

Lo que nunca entendieron

fue que Tú ya tenías impuesta una misión,

y que la cumplirías

en forma tan humilde

como solo podías

lograrlo Tú, Señor.

 

Con Tu amor infinito,

con tu misericordia,

Tu pureza y Tu gracia

y toda Tu bondad,

viniste Tú a este mundo

a derramar Tu sangre

para limpiar con ella

toda nuestra maldad.

 

Aunque Tú conocías

el poder de Tu padre

que mandaría legiones

con solo una señal,

Tú tenías que cumplir

lo que ya estaba escrito,

y morir por los hombres

para limpiar el mal.

 

No te reconocimos

cuando aquí te tuvimos,

mas ahora te alabamos

sabiendo que Tú estás

sentado a la derecha

de Tu Padre querido,

sabiendo que la hora

pronto habrá de llegar,

cuando todos los pueblos

hincarán sus rodillas

y así todas las lenguas

juntas Te alabarán.

 

Regresarás entonces,

irradiando Tu gloria,

como el Rey que Tú eres,

nuestro Dios celestial.